CASA TÍA
Todo empezó en un local de Casa Tía. Tendría cuatro o cinco años, estaba parado frente a un mostrador lleno de pequeños, muy pequeños juguetes de plástico. Aviones, automóviles, locomotoras, barcos a vela, muy pero muy pequeños. Quizás extasiado por el universo de pequeños juguetes, no anticipé el esquive de mi madre entre dos señoras cargadas de bolsas que le pasaron una y otra a su lado. Tampoco pude entender porqué mi madre seguía camino sola extasiada por una oferta de repasadores con estampados de cacería del zorro al estilo inglés, ya que solamente habíamos cazado, juntos, una rata, no muy grande, en el patio de casa, mientras yo indicaba el escondite que ésta pretendía alcanzar y mi madre le atinaba uno y otro y otro escobazo. No tenía mucha lógica perder un hijo al ir en busca de repasadores victorianos que no harían juego con nuestra proletaria vajilla de Rigopal color cremita, que no vestía la mesa y enfriaba las comidas por su insulso estilo.
Así fue, de pronto me encontraba caminando de la mano de una señora parecida a mi madre, con un vestido batón de flores del mismo diseño que ella usaba esa tarde, y pensando que era ella, allí arriba, lejos de mi mirada cercana al suelo de sólo cuatro o cinco años.
Tomamos un colectivo, y mi cara quedó escondida entre una maraña de paquetes y paquetes que esta mujer levaba revoleándolos para abrirse paso intentando no perder el ómnibus que nos llevaría a “casa”. Así, solamente me enteré que no era mi madre cuando acertó a ganar a empujones un asiento de pasillo y me sentó de un tirón en su falda como si estuvieran intentando que montara un elefante desde un trampolín de circo. Fue todo estupor, me miraba dándose cuenta que se había equivocado de hijo y yo la miraba como si debajo de su cara, tal vez una máscara, estuviese aún la de mi madre verdadera.
Todo sucedió muy rápido, el colectivo trató de atravesar en paso a nivel mientras la barrera ya estaba bajando, la locomotora impactó contra la última parte del ómnibus, éste dio un giro y como un trompo empezó a dar vueltas por la avenida golpeando contra todo lo que se le animara a acercarse. Paró, por fin paró, mi “madre” estaba azul, de un índigo oscuro más violeta que azul, como si le apretara el corpiño con un torniquete de alambre y las tetas le estuvieran comprimiendo la garganta. Azul, así la describió el chofer, los demás pasajeros y hasta el camillero de la ambulancia que llegó primero que el médico junto a ella. Yacía en el piso del micro, casi vida, sus ojos me miraban, miraban a los demás como tratando de explicar algo que ni ella ni yo habíamos tenido tiempo de digerir del todo, antes que nos chocara el tren.
Entre las ropas de la moribunda encontraron una libreta cívica que decía que su domicilio era en el pueblo de al lado, a unos sesenta quilómetros de allí. Y ahí fui a parar, mientras trataba de explicar que esa señora no era mi madre y escuchar que todos, más o menos todos, decían refiriéndose a mí “pobrecito, la vio tan mal que no quiere reconocer que ella era su madre”, “claro nadie quiere tener una madre azul, todos las preferimos rosaditas ¿no?”
Llegué a Indio Sediento, así se llamaba ese pueblo, a la misma hora en que el esposo de mi “mamita”, se mandaba a mudar con la mujer del panadero de la otra cuadra. Habían venido al pueblo hacía un mes, y ella jamás supo que sólo era para que su “querido” se volviese a encontrar con la primera novia que tuvo. Casi nadie los conocía, apenas habían hecho tiempo para conocer a dos o tres personas y ninguno los recordaba del todo. Por supuesto tampoco nadie me conocía, pero todos coincidían en que yo era el pobrecito hijito de la señora Justina y el desgraciado ese que se mandó a mudar con la putarraca de la Rosita.
La casa era de mi “mamá”, ella la había heredado de unos tíos y por eso convino con el adúltero de mi “viejo” en venirse a Indio Sediento. Un medio hermano del tío de “mamita” se hizo cargo inmediatamente de mí, para poder tomar posesión de la casa y allí estaba yo… tratando de acordarme de qué color era la auto bomba de plástico de Casa Tía, y si mi mamá llevaba medias marrones o negras la última vez que la vi.
Albertito del Parque
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