miércoles, 10 de febrero de 2010

FRAGMENTOS – CXII

FRAGMENTOS – CXII

Llegué a “La Colonia” y no quise traspasar sus límites de noche. Habiendo amanecido, me puse en camino de la casa principal, y a pocos metros, me quité el casco y traté que vieran mi rostro. Desde la torre principal, una voz, me hizo detener, no la reconocí, quizás era una de mis nueras a las que había tratado poco. A los pocos minutos, se abrió la puerta blindada del frente y todos vinieron a darme la bienvenida. Hijos, hijas, nietos, nietas, amigos, hasta una familia entera que habían sido mis empleados en el lugar, me abrazaron con la euforia que se le brinda a un náufrago rescatado cuando casi se habían perdido las esperanzas.

Como nunca gocé de un baño profundo, una ducha, y hasta un baño de inmersión, de ropa limpia y, anticipando la comida común del mediodía, gocé de los olores de un menú especial que se estaba cocinando en mi honor. La charla no paraba, preguntas y preguntas y preguntas, taladraron mi cabeza y mi paciencia, pero con el amor que les debía, contesté todas y cada una de ellas. También recibí información que no tenía, mensajes obtenidos en la guardia de radio que mantenía día y noche, y de las cosas que se habían vivido en las cercanías.

El pueblo cercano, como casi todos, no había respondido a la crisis con la altura y humanidad que se requería, saqueos, peleas entre vecinos y hasta asesinatos por un vehículo en el que huir, habían marcado los primeros días.

En la tarde, fuimos hasta el monasterio que se encontraba montaña arriba, y logramos cambiar noticias con los monjes y hermanas que allí vivían, y también algunos víveres. Mi familia siempre había mantenido esa comunicación y mucho había servido para ello, el haberles proveído electricidad de nuestras turbinas eólicas. Rezamos en grupo, y nos abrazamos como si nunca nos volviéramos a ver. Era mejor así, ya nadie sabía qué nos traería el nuevo día.

Todavía faltaban amigos por llegar, pensamos en los que no lo lograrían, en los que caerían por el camino, y en los que debieron venir desde hace mucho tiempo atrás. Yo mismo, que siempre había planeado estar aquí, pasé mis últimos meses en plena ciudad, casi como si hubiese pensado que algo podía hacer en medio de ese caos. Muchos de los crímenes que presencié, no fueron relevados a los demás, entendiendo que no sumaban nada a la angustia que ya tenían.

La rutina diaria se centraba en inspeccionar los lugares blindados, la chacra y su plantío, la provisión de agua y de electricidad. Los talleres ya estaban funcionando, de allí saldrían nuevas defensas, y la construcción de casas a medida que fueran necesarias.

No teníamos caballos, hubiera sido demasiado trabajo alimentarlos y defenderlos de los depredadores, pero sí vehículos a motor, mucho combustible acumulado y algunos eléctricos. Manteníamos las radios abiertas y contestábamos cada mensaje que recibiéramos, por más que no pudiéramos ni siquiera imaginar de dónde provenían.

Nuestra biblioteca, de papel, era uno de los máximos tesoros que supimos formar. De allí salió el material para educar a los chicos, las recetas para hacer velas o curas heridas, y la esperanza de conservar para una próxima generación, de lo mejor que el hombre había hecho en toda su historia.

Ese había sido un sueño. Ahora era una realidad, “La Colonia” estaba en marcha, como un oasis en medio de un desierto de desesperanzas. ¿Estaría soñando?

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